Los cuervos saben, ven al mundo con ojos agudos, desde lo alto y al ras del suelo.
Codician los objetos humanos, los hurtan y esconden; ellos saben lo que valen para nosotros y lo que no valen para ellos.
Ellos siempre han estado observando, desde antes que fuéramos lo que somos; nos estudian, nos analizan, nos conocen, sus ojos agudos penetran nuestra mente.
Entienden más de nosotros que nosotros mismos, los cuervos saben lo que saben, los cuervos saben lo que nosotros no sabemos.
Es ineludible para quien reflexiona sobre la existencia, el hacerlo sobre la de Dios, después de todo esta idea ha sido una de las más influyentes en la historia de la humanidad, ya que la noción de lo trascendente y sobrenatural en sus múltiples variantes fue uno de los factores que impulsó a los reducidos grupos humanos primitivos a reunirse en sociedades más complejas formando civilizaciones e imperios propiciando así, el progreso humano. Esta idea, posiblemente innata, que en un inicio se manifestaba en la divinización de los fenómenos naturales, incomprensibles para el hombre de ese tiempo, evolucionó a la concepción más común, monoteísta y antropomórfica de las religiones judeocristianas actuales. Los religiosos o creyentes más dogmáticos considerarán el cuestionamiento, si no blasfemo o pecaminoso, tal vez innecesario, pues la respuesta es obvia; por su parte, los ateos también considerarán la pregunta como algo banal, la respuesta es obvia; en cambio, los escépticos se preguntarán ¿y cómo saben? y los agnósticos dirán que no es posible saber o quizá no le den mucha importancia. Y este es precisamente, el problema de Dios, el Incognoscible, el Indemostrable, quizá… el Inexistente.
El reflejo de la luna en las tranquilas aguas del estanque no es perturbado por el vuelo nocturno de las libélulas, ni por el arrullador canto de las cigarras, si no por las olas producidas por los peces, quienes consiguen alimento al abrigo de su luz.
Nadie sabe de dónde vinieron. Llegaron por miles viajando a través de las tuberías de agua, como un enjambre. Apenas se les distinguía, sin embargo su presencia era evidente por dolorosa. Se encarnaban en la piel, se introducían por todos los orificios corporales; irritando, desgarrando, alimentándose. Seguían los caminos húmedos, llegaban a meterse por la uretra y viajar hasta la vejiga, los riñones y finalmente… la sangre. La sangre es lo que buscaban con más avidez, al parecer era su alimento favorito. La víctima desahuciada no podía más que en medio de aquel terrible sufrimiento esperar la muerte o más bien, desearla. Desearla con el mismo furor y vehemencia con que ellos deseaban la sangre, la carne y la vida de su desdichada presa. Vida que tomaban poco a poco tomándose su tiempo, con la paciencia de quien sabe que ha ganado, que es invencible o inconsciente de su propia existencia como una máquina sin propósito o con el despropósito de causar el mayor dolor posible durante el mayor tiempo posible. Así como llegaron se fueron, nadie sabe a dónde.
¡Mi corazón te clama en el desierto! Te pregona, sol fulgente que iluminas mi interior, fuego solsticial que abrasas mi alma, refrescante lluvia veraniega que purificas mi mente. Tu recuerdo desciende hoy sobre el cenit de mi memoria; pero quizá mañana, se sepulte en el ocaso de mi olvido.
Nuestras almas se encontraban apiñadas en la escalinata, al menos un centenar de ellas; viejos amigos y conocidos de otros tiempos y edades. La charla era amena pero cargada de cierta pesadumbre, típica de la incertidumbre de los tiempos difíciles. La escalinata, de la cual no se percibía el inicio en la parte de arriba, desembocaba en su parte baja hacia la orilla de la cañada. El barranco era interrumpido por tres grandes puentes de piedra por los cuales se podía cruzar al otro lado. En el fondo se distinguían algunas veredas, caminos y estructura de piedra y quizá un incipiente arroyuelo.
Había mucha actividad aquel día, se podía sentir la humedad en el ambiente propia de la época; sin embargo no se podía deducir la hora del día, ya que el sol, que al parecer estaba en su cenit y caía a plomo, no parecía avanzar. Era un día luminoso, aún así la pesadumbre lo eclipsaba.
«¡Se ha arrojado! ¡Se ha arrojado¡» se alcanzó a escuchar entre el murmullo de la multitud. Una pobre chica desesperada se había arrojado de lo alto del puente de piedra hacia el fondo del barranco estrellando su cabeza contra una de las estructuras de piedra y otra, en lo alto del puente que aparentemente le acompañaba parecía querer hacer lo mismo pero titubeaba y al final no lo hizo.
Después de unos momentos todo regresó a la normalidad y aparente calma. El incidente había quedado olvidado y las almas continuaron departiendo preocupadas por los tiempos difíciles y la situación actual, ignorando que ya no tenían de que preocuparse e ignorando que ya no podía volver a morir.
El amor es ambicioso: desea con ansias y vehemencia. El amor es avaro: desea y acumula más de lo que necesita. El amor es egoísta: siempre quiere todo para sí y para nadie más. El amor es necio: no entiende de razones e insiste aunque todo esté perdido. El amor es autoritario: manda al corazón y éste, obedece.
Te adoré, me incliné ante ti, me mostraste tu luz y me brindaste tu calor; sin embargo, te marchaste dejándome en la helada penumbra de tu ausencia.
Me substituiste por aquello incapaz de amarte; me arrojaste de tu presencia obligándome a formar parte de esa densa naturaleza.
Es aquí, en este noveno círculo de la desolación y la desesperanza en donde la pérdida de sentido y propósito de la existencia da vuelta al universo y se comprende que quizá para subir, haya que seguir bajando.
Te hablo y no me entiendes; me hablas y no te entiendo. Es como si habláramos lenguas diferentes. Construimos juntos una torre; pensamos que es la misma, pero la de cada quien es distinta. ¿Convergerán?, ¿quedarán inconclusa? o ¿se derrumbarán al unísono? Sólo el tiempo dirá, mientras tanto seguimos construyendo; no me entiendes y no te entiendo.
Siempre espero con ansias el amanecer. Muchas veces me despierto más temprano de lo usual. Así me lo indican la obscuridad y el silencio. Aún así prefiero levantarme y hablarle. Quién sabe, con un poco de suerte, quizá ya esté despierto también y podamos salir como todos los días. Bueno como casi todos los días, la verdad es que no es muy confiable y la constancia no es su fuerte. Aunque lo entiendo, pienso que es precisamente la incertidumbre es la que me despierta más temprano y espere con ansias el amanecer.