Si mañana muero, ¿Qué quedará de mí? ¿Un recuerdo, una frase… un verso? Solo cenizas que arrastra el viento dispersándolas a lo largo y ancho de este árido desierto; condenadas al olvido… ni cielo, ni purgatorio, ni infierno, más allá de todo esto… la nada… Eso quedará de mí. Pero si acaso tú te acordaras de mí, por ti moriría hoy, porque ya nada me importaría mañana, la nada ya no será para mí.
A veces escribo poesía y es que a veces, me acuerdo de ti; y no sé si escribo por pasión o melancolía, o con la remota esperanza, que tú algún día, te acuerdes de mí. Quizá escribo por esta herida que no sana y que a veces, aún sangra y escribo con esta sangre que brota de mí, puros recuerdos, recuerdos sobre ti.
¿Por qué te dedico mi poesía? Porque no la escribo yo, la escribes tú; yo soy solo un instrumento, una veleta al capricho de tu aliento, un médium poseído por tu recuerdo, un barco sin timón ni puerto que se mece al vaivén de las embravecidas olas del sentimiento; te dedico mi poesía, es tuya… y no mía.
El Sol siempre vuelve, no importa que tan profunda y obscura sea la noche, no importa que tan frío y largo parezca el invierno: el Sol siempre vuelve, ilumina, calienta y envuelve; infunde nueva vida, disipa la tristeza, reaviva la esperanza, enciende el alma. Se refleja en tus brillantes ojos y mágica sonrisa. ¡Sol de mis días! ¡Vuelve! Aunque sea en el ocaso de mi vida.
No te preocupes, no te angusties: ya no dueles; escudriño en los profundos rincones de mi mente tu recuerdo y del oculto manantial de mi memoria subconsciente brotan oleadas de sentimientos olvidados que me inspiran, como si se tratase de un vidente poseído por un fantasma del pasado mi mano inconsciente transcribe su dictado; incoherentes trazos, burdas pinceladas, imperfecto cincelado de la obra maestra que ser no pudo pero busca ser futuro…
¡Mi corazón te clama en el desierto! Te pregona, sol fulgente que iluminas mi interior, fuego solsticial que abrasas mi alma, refrescante lluvia veraniega que purificas mi mente. Tu recuerdo desciende hoy sobre el cenit de mi memoria; pero quizá mañana, se sepulte en el ocaso de mi olvido.
Nuestras almas se encontraban apiñadas en la escalinata, al menos un centenar de ellas; viejos amigos y conocidos de otros tiempos y edades. La charla era amena pero cargada de cierta pesadumbre, típica de la incertidumbre de los tiempos difíciles. La escalinata, de la cual no se percibía el inicio en la parte de arriba, desembocaba en su parte baja hacia la orilla de la cañada. El barranco era interrumpido por tres grandes puentes de piedra por los cuales se podía cruzar al otro lado. En el fondo se distinguían algunas veredas, caminos y estructura de piedra y quizá un incipiente arroyuelo.
Había mucha actividad aquel día, se podía sentir la humedad en el ambiente propia de la época; sin embargo no se podía deducir la hora del día, ya que el sol, que al parecer estaba en su cenit y caía a plomo, no parecía avanzar. Era un día luminoso, aún así la pesadumbre lo eclipsaba.
«¡Se ha arrojado! ¡Se ha arrojado¡» se alcanzó a escuchar entre el murmullo de la multitud. Una pobre chica desesperada se había arrojado de lo alto del puente de piedra hacia el fondo del barranco estrellando su cabeza contra una de las estructuras de piedra y otra, en lo alto del puente que aparentemente le acompañaba parecía querer hacer lo mismo pero titubeaba y al final no lo hizo.
Después de unos momentos todo regresó a la normalidad y aparente calma. El incidente había quedado olvidado y las almas continuaron departiendo preocupadas por los tiempos difíciles y la situación actual, ignorando que ya no tenían de que preocuparse e ignorando que ya no podía volver a morir.
El amor es ambicioso: desea con ansias y vehemencia. El amor es avaro: desea y acumula más de lo que necesita. El amor es egoísta: siempre quiere todo para sí y para nadie más. El amor es necio: no entiende de razones e insiste aunque todo esté perdido. El amor es autoritario: manda al corazón y éste, obedece.
Te adoré, me incliné ante ti, me mostraste tu luz y me brindaste tu calor; sin embargo, te marchaste dejándome en la helada penumbra de tu ausencia.
Me substituiste por aquello incapaz de amarte; me arrojaste de tu presencia obligándome a formar parte de esa densa naturaleza.
Es aquí, en este noveno círculo de la desolación y la desesperanza en donde la pérdida de sentido y propósito de la existencia da vuelta al universo y se comprende que quizá para subir, haya que seguir bajando.
Te hablo y no me entiendes; me hablas y no te entiendo. Es como si habláramos lenguas diferentes. Construimos juntos una torre; pensamos que es la misma, pero la de cada quien es distinta. ¿Convergerán?, ¿quedarán inconclusa? o ¿se derrumbarán al unísono? Sólo el tiempo dirá, mientras tanto seguimos construyendo; no me entiendes y no te entiendo.